jueves, 25 de febrero de 2010

42.

UN SOLDADO QUE SOÑABA CON AZUCENAS BLANCAS


Soñaba con azucenas blancas,
con una rama de olivo...
con el pecho de ella radiante a la tarde.
Soñaba -me dijo- con un pájaro,
con la flor del limonero,
no filosofaba, entendía las cosas
como las sentía... como las olía.
Pensaba -me dijo- que la patria
era que yo bebiese a sorbos el café de mi madre
y volviera a la tarde.
Le pregunté: ¿Y la tierra?
Dijo: No la conozco,
no la siento latir ni la llevo en la piel
como se dice en los poemas.
Pero un día la vi,
como se ve una tienda, una calle, los periódicos.
Le pregunté: ¿La amas?
Respondió: Mi amor es dar un paseo,
o un vaso de vino, o una aventura.
-¿Morirías por ella?
-Claro que no.
El lazo que me ata a la tierra
es un panfleto... un discurso.
Me enseñaron a amar su amor
pero no he sentido su corazón como propio,
no he olido la hierba, las raíces, las ramas.
-¿Y cómo era amarla?
¿Pica como los soles... como la nostalgia?
Me contestó sin rodeos:
-Mi manera de amar es un fusil,
el retorno de fiestas vetustas
y el silencio de una estatua perdida
de tiempo y origen remotos.

Me habló del momento de la despedida,
de cómo lloraba su madre
en silencio cuando le destinaron
al frente.
La voz atormentada de su madre
grabó bajo su piel un nuevo deseo:
Si crecieran palomas en el Ministerio de Defensa,
¡si crecieran palomas!

...se fumó un cigarro, luego me dijo
como si huyera de un pantano de sangre:
He soñado con azucenas blancas,
con una rama de olivo,
con un pájaro que abrazaba la mañana
en la rama de un limonero...
-¿Y qué has visto?
-He visto lo que he hecho,
una zarza roja
explotando en la arena, en los pechos, en los estómagos.
-¿A cuántos has matado?
-No sabría decirte...
pero me concedieron sólo una medalla.

Le pedí, torturándome: Venga,
descríbeme un cadáver.
Se acomodó en el asiento, y acariciando el periódico doblado
me dijo como quien canta una copla:
Como tumba el viento una jaima en la grava,
abrazando los luceros desplomados,
en la frente despejada una corona de sangre,
el pecho sin medallas,
porque no era bueno luchando,
parecía un labriego, o un obrero, o un vendedor ambulante.
Como tumba el viento un jaima en la grava... murió.
Los brazos tendidos como dos arroyos secos.
Y cuando rebusqué en sus bolsillos
su nombre, hallé dos fotos:
una... de su mujer,
otra... de su hija.
Le pregunté: ¿Te dio pena?
Me interrumpió: Mi buen Mahmud,
la pena es un pájaro blanco
que no se asoma al campo de batalla. Peca
el soldado que siente pena.
Yo sólo era una máquina que escupía fuego rosáceo
y hacía del cielo un pájaro negro.

Me habló de su primer amor,
después,
de calles lejanas,
de las reacciones tras la guerra,
de las bravuconadas de la radio y los periódicos,
y mientras se tapaba la tos con el pañuelo
le pregunté: ¿Volveremos a vernos?
Me respondió: En una ciudad lejana.

A la cuarta copa
le dije bromeando: Así que te marchas... ¿Y la patria?
Me contestó: Déjate de patrias...
Yo sueño con azucenas blancas,
con una calle que gorjee y una casa encendida.
Quiero un corazón bueno, no carne de cañón,
quiero un día soleado, no el instante de la victoria,
demencial... fascista.
Quiero un niño alegre que le ría al día,
no un repuesto para la máquina bélica.
He venido para vivir el alba de los soles,
no su ocaso.

Se despidió de mí... buscaba azucenas blancas,
un pájaro que saludara a la mañana
en la rama de un olivo,
no entendía las cosas
sino como las sentía... como las olía.
Pensaba -me dijo- que la patria
era que yo bebiese a sorbos el café de mi madre
y que volviera, tranquilo, con la tarde.


Mahmud Darwix (Al-Birwa, Palestina, 1941 --- Houston, U.S.A., 2008)
(Traducción de Luz Gómez García)

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